En la década de los años diez del siglo pasado, el nuevo San Mamés congregaba a seis u ocho mil personas presenciando los partidos. Días de lluvia incesante, de granizo, de frío intenso, en que los jugadores en sus frecuentes caídas no besaban el suelo sino el barro. Días, en que las ráfagas de viento mezcladas con fuertes chubascos de agua y de granizo azotaban sin compasión los rostros de los jóvenes, jugadores y espectadores. (Leer más...)
Comentarios
Publicar un comentario