Mi vida secreta en San Mamés (II)

El descubrimiento del mito
El primer temblor en San Mamés fue aquel día que un señor, también voluminoso, se acercaba al señor gordo y amable que protegía mi flanco izquierdo cuando me colaba en la general numerada de San Mamés. Se acercaba acechante pero lento, como años mas tarde se acercaba al área Maradona, entrado en carnes, con la camiseta del Sevilla. Eso que mi padre tenía una estrategia apalabrada con sus amigos de la tercera fila de la general numerada para cogerme por las axilas y colocarme entre el señor gordo y amable y el tipo serio, pero amable. Consistía en esperar a que aparecieran los balones que salían de las escalinatas de la bocana por la que salía el Athletic, anunciando su presencia en el campo: entre los cuatro o cinco balones que rodaban mansamente por el cesped y la salida de los futbolistas transcurrían unos cuantos segundos (ya se ve que la pausa inquietante se inventó hace mucho tiempo) para que el respetable le perdiera el respeto a las formas y respondiera a los gritos de aliento de Rompecascos, aquel mitico personaje chirene de San Mamés que dicen que rompía botellas con la cabeza. Yo nunca lo ví, pero dicen que ocurrió. El tipo voluminoso se acercaba más, y más, mirando aquí y acullá, que decía mi maestro de escuela, perdido, pero yo temía que invadiera asiento y medio de su localidad, lo que suponía que mi media localidad podía saltar por los aires con la misma altura adonde solía mandar el balón Zorriqueta, futbolista impagable en el esfuerzo pero débil en la amabilidad con el juego. El señor, no sé como, se acomodó junto al señor gordo de mi flanco izquierdo, sacó un puro, lo encendió y cuando salió el Atletico de Madrid, por la bocana de Capuchinos (el Athletic salía por la de la de Misericordia), se levantó insolente, entregado, firme, sin frenos y gritó: "!Ufarte, hijo puta!".

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